"Así lo hizo y no por sumisión, sino porque el fluir de sus jugos le estaban exigiendo más acción..."



La mamada de Juana, en punto muerto, no daba abasto, incapaz, por un lado, de abrir las compuertas del gozo, ni contener, por otro, en su cavidad el tronco milenario que la invadía; así que lo soltó violentamente y, saltando sobre sus compañeras, abrió los muslos y se clavó la estaca, hundiéndola hasta el fondo de su chocho.
-Ah, puta –gritó entonces Marcelo-, eres mucho más convincente con el coño que con la boca. Está visto que algunos idiomas no se hicieron para ti. Vamos, muévete con más gracia, estrújamela bien, mientras la zorra de Elisa me ordeña los cojones.
Así lo hizo y no por sumisión, sino porque el fluir de sus jugos le estaban exigiendo más acción, estimulada por aquella verga, ahora convertida en émbolo furioso y auxiliada por la izquierda de Sonsoles que, conforme su índice derecho entraba y salía por el hinchado orificio del hombre, hurgaba el par de su amiga, a punto ya de desfallecer.
Trasplantada a la gloria, Juana envolvía con círculos concéntricos el pene de Marcelo, subiendo, bajando, entrando, saliendo, sorbiéndolo en el tornado de sus músculos vaginales.
-Sigue, sigue –jadeaba Marcelo-, que aún habrá quien diga que eres la mismísima Lagartita y yo el padre de ambas… A ésa, a ésa se follaba el que yo me sé, hasta por el ombligo.
Así, dejando hacer a Juana, que seguía subiendo y bajando y dándole vueltas al torno, sin mostrar el más ínfimo cansancio; a Elisa, a punto o casi de arrancarle los huevos; y a Sonsoles, cuyo dedo índice amenazaba con eyacular, dio rienda suelta a la fantasía, empeñado en ponerle rostro a aquella viciosa anónima que osaba confundirlo con Jacobo Fabiani –un voyeur impotente, pensó- o con Guido Casavieja, pajillero mayor del reino, que tampoco se come una rosca.